Ana Rivas escribe, “Nada en mi pasado indicaba que yo me embarcaría en una carrera profesional relacionada con el mundo del vino. Se trataba más de una historia de amor con los vinos. Me enamoré por primera vez de los vinos volcánicos tinerfeños cuando trabajaba como jefa de laboratorio en las Islas Canarias. Ocurrió algo después, mientras trabajaba como analista de datos en Alemania que me volví loca por los vinos de la región del Mosel. Gracias a mi trabajo de entonces, que requería de viajes frecuentes por todo el mundo, incrementé mi lista de vinos favoritos. Y es ahora que he encontrado a alguien con el que compartir el placer de probar vinos excelentes de la misma copa, que me he permitido a mi misma adentrarme mucho más en este mundo del vino, sin pensar en las consecuencias. Estoy terminando estos días mi diplomatura de sumiller en Barcelona y planeo iniciar la certificación WSET durante los próximos años .’ Junio, 2021.
Raíces infinitas
Fue una tarde del pasado mayo, mientras navegaba los apuntes de los vinos argentinos para el examen que tenía próximamente que llegó Xavier, mi marido y mi ángel personal, y me lanzó: “Nos vamos de vacaciones”.
Ahora no puede ser, tengo mucho que estudiar, repliqué con cara de desesperación.
Estaba en mitad de unos días muy ocupados preparando mi examen final de diplomatura de sumiller en Barcelona, que sería en unos pocas semanas. “¡Sin excusas!”
La verdad es que no había visto a mi familia desde hacía meses debido a la pandemia y además, no debía olvidarlo, sería mi cumpleaños el 9 de mayo. Quizás se trataba de una buena idea.
Aunque crecí en la costa de la provincia andaluza de Almería, mis padres nacieron ambos en La Alpujarra, esa región que Gerald Brenan visitó en 1919 por primera vez, en la que vivió durante varios años y que tan bien supo describir en su libro, Al sur de Granada.
Muchos alpujarreños migraron durante los años 70 al lugar donde yo nací, la costa. Aún muchos más se habían marchado a América en pos de una vida mejor, o a las grandes ciudades españolas. Mis padres se sentían aún muy apegados a sus raíces alpujarreñas, así que cada fin de semana mis hermanos y yo nos encontrábamos en la furgoneta familiar, que lenta y ruidosamente subía las tortuosas carreteras hacia las redondeadas lomas a unos dos mil metros de altitud, separadas unas de otras por profundos barrancos.
Yo tenía la mala suerte de marearme ya después de las primeras curvas, pero me sentía mejor tan pronto como llegábamos al cortijo de mis abuelos, en las cercanías de Murtas. El aire fresco lleno de aromas a almendros, olivos e higueras, a romero, tomillo y espliego, me revitalizaba instantáneamente. Siempre recuerdo el estar en La Alpujarra como una buena sensación.
Desde lo alto de una de esas onduladas formaciones, erosionada durante milenios, puedo ver el mismo mar donde aprendí a nadar de niña. En los días claros se puede llegar a ver la costa africana, muy a lo lejos. Si me vuelvo, me encuentro de frente con las crestas aún ligeramente nevadas de Sierra Nevada, donde se encuentra el pico más alto de la península, el Mulhacén, y desde el que descienden suavemente las líneas sinuosas de la Sierra de la Contraviesa. Se trata de una formación de pizarra rojiza que transcurre desde el oeste al este, a unos mil metros de altitud entre el valle del río Guadalfeo y el Mar Mediterráneo. Es un escenario único y especial en el que se producen vinos particulares, intensos y estructurados, tal como el suelo donde se cultivan las uvas de las que proceden.
Es ahora que mi vida está llena de vinos, que siempre busco viñedos allá donde voy. Me interesan particularmente las viñas viejas.
Desafortunadamente no se encuentra mucho viñedo centenario en Las Alpujarras. A finales del siglo XIX, se encontraban plantadas unas quince mil hectáreas de viñedos sobre estas colinas, pero la plaga de filoxera las arrasó todas. El primer caso conocido de esta enfermedad ocurrió en 1878 a pocos kilómetros de aquí, en la Axarquía malagueña. Se extendió tan rápidamente que ya en 1883 la mayoría de las viñas alpujarreñas habían desaparecido. Aún no he llegado a encontrar ninguna viña prefiloxérica en La Alpujarra.
Para dificultar aún más la situación, el 25 de diciembre de 1884, la noche de Navidad a las 21:08 h, la zona de La Axarquía y La Alpujarra fue sacudida por un terremoto de entre 6 y 7 en la escala de Richter. Los daños causados fueron tan devastadores que desde entonces es conocido como “el terremoto de Andalucía”.
La gente perdió lo poco que les quedaba. Las migraciones masivas comenzaron. Los cortijos se vaciaron y las viñas se abandonaron.
Después de conducir casi mil kilómetros hasta mi tierra, quise aprovechar la ocasión para visitar algún elaborador de vinos en La Alpujarra. Era domingo, mi planificación había sido algo deficitaria y tras algunas llamadas fallidas tuve que abandonar la idea. De pronto, mi teléfono sonó. La segunda persona con la que había hablado me informó que había otro productor que probablemente se encontraba trabajando en su cortijo, Los García de Verdevique, cerca de Cástaras.
Tomamos una pequeña pista de tierra durante unos dos kilómetros desde la carretera principal y nos dirigimos hacia el corazón de la Sierra de La Contraviesa. A ambos lados del camino encontrábamos lomas plantadas de viñas para los Vinos de la Tierra Cumbres del Guadalfeo.
A nuestra llegada al cortijo conocimos a Antonio García, un joven moreno de unos treinta años, que se disponía en ese momento a embotellar dos depósitos de un vino rosado conocido aquí como ‘vino costa’. Se elabora a partir de una mezcla de uvas locales tintas y blancas, vendimiadas y vinificadas al mismo tiempo, vigiriego, jaén blanco, jaén negro, perruno y tempranillo, conocido aquí como ‘tinto varetúo’. Se le deja un poquito de azúcar residual para que agrade más a los consumidores, según me explicó Antonio.
Aunque se encontraba muy ocupado en ese momento, nos atendió solícitamente y respondió todas mis preguntas. Esperaba encontrar vinos sencillos del tipo del vino costa, así que me sorprendió probar sus vinos. Encontré un portafolio de vinos de montaña, mono y multi-varietales, de variedades locales y ‘foráneas’, como se les nombra por aquí a la Pinot Noir, Petit Verdot o Shiraz.
También produce un espumoso a partir de uva blanca vigiriego, y hasta un vino a partir de uva ‘jaén blanco’ botritizada, “sólo durante aquellos años que el clima lo permite”, me justificó. Este tipo de elaboración que me describía es la misma del afamado vino francés ‘Sauternes’, así que está información me impresionó muchísimo. “Soy enólogo”. Antonio dejó el cortijo durante unos años para estudiar enología en Almería con la clara intención de volver y elaborar vinos de calidad.
A un costado de la carretera, había visto una viña que parecía realmente antigua. Le pregunté por la edad de su viñedo, “algunas fueron plantadas hace 126 años”.
Entonces me contó la maravillosa historia de su bisabuelo, José García, del cortijo Los Garcías de Verdevique.
Para añadir más calamidades, tras la filoxera y el terremoto, José recibió una carta de reclutamiento para la Guerra de Cuba. El conflicto había estallado en febrero de 1895 y el gobierno español estableció la llamada a filas forzosa de los mozos de entre 19 y 20 años. José debió haber sido un muchacho alto y fornido, sin ninguna deformidad física, ya que no pudo librarse del llamamiento. Antes de marchar en noviembre de 1895, plantó un viñedo que aún hoy permanece.
¡Quiero ver esa viña!
Aún ocupado con el embotellado, Antonio no nos pudo acompañar pero sí que nos explicó detalladamente cómo llegar al viñedo. Subimos al coche muy entusiasmados y continuamos la misma pista de tierra que nos había conducido al cortijo, por una loma salteada aquí y allá con almendros e higueras.
Aunque era un día soleado, el aire en lo alto de la loma era tan fresco que me alegré de haber traído mi chaqueta conmigo cuando salí del coche.
Mis ojos no podían creer lo que encontraron. Todo el cerro hacia bien abajo se encontraba cubierto del viñedo más asombroso que jamás había visto. Aproximadamente mil cepas sobre una extensión de un tercio de hectárea. Ante mí veía troncos gruesos y enroscados sobre sí mismos, plantados orgullosamente sobre el brillante suelo de pizarra y vestidos con un brillante y frondoso manto verde.
Se sabe bien que las viñas viejas adolecen de producciones bajas, pero aquí la vitalidad y el vigor brillan cegadoramente. Antonio luego me explicó que obtienen unos tres mil kilogramos por hectárea, lo cual está muy bien. Un poco más de cinco mil cuando podan en corto, sin mermar la calidad de la uva, lo que es aún mejor.
Debido a los fuertes vientos, algunos troncos muestran formas imposibles. Impresionada busqué las coordinadas con mi teléfono móvil y las guardé. Quería dar a conocer esta maravilla al mundo.
¿Qué inquietud pudo haber sentido el bisabuelo José cuando plantó este viñedo aún sin la certeza de poder regresar de la guerra? Quizás la necesidad de dejar algún legado a su familia. ¿Cuántas veces recordaría a sus viñas nuevas desde la lejanía? ¿Cuántas habrían fallado y necesitado reponerse?
Por alguna razón que no llegué a conocer, esta viña pertenece al vecino del cortijo. Antonio lo cuida y elabora vino a partir de las uvas que obtiene. Se encuentra en conversaciones con su vecino para poder adquirirlo.
Había un pequeño desmonte que separaba este viñedo de otro mucho más joven en espaldera, este sí, propiedad de la familia de Antonio. Algunas de estas viñas viejas se situaban muy al borde del terraplén. Quizás podría ver algo interesante, pensé. Tras un par de saltos cuidadosamente calculados y propios de una cabra montesa, me encontré en el nivel inferior contemplando las cepas desde abajo.
Me admiré al ver que dos de las viñas mostraban al aire sus raíces de madera vieja. Habían hablado con la tierra por más de un siglo y habían conseguido ahondar sus raíces a través de la dura y gruesa cubierta de pizarra para alcanzar la mucho más suave y rica capa de limo.
El secreto mejor guardado de las viñas viejas es simplemente la profundidad que alcanzan sus raíces. Esto asegura un aporte constante de agua y nutrientes a la planta, tanto en los años buenos como en los años malos. Los rendimientos de una cepa se reducen considerablemente tras unos treinta años así que la planta puede distribuir inteligentemente los recursos captados a través del suelo a menos racimos. El resultado es una producción limitada de uvas de gran calidad, añada tras añada.
Al mismo tiempo, al ser más capaz de tomar una gran diversidad de nutrientes del terreno, produce uvas con un gran potencial para mostrar una gran complejidad aromática. Esto solamente es posible cuando las raíces crecen los suficientemente en profundidad como éstas que tenía frente a mí.
José García volvió de la Guerra de Cuba. Probablemente, llegó enfermo a algún puerto español, como la mayoría de los regresados según recogen las crónicas de la época. Las condiciones durante la navegación eran terribles. Quizás fue su deseo de volver a tocar la viña plantada con sus propias manos la que le ayudó a resistir la dura travesía y el viaje final de vuelta al cortijo.
Volvió a ver su joven viña. Y nunca volvió a dejar La Alpujarra.
El biznieto de José, Antonio, cultiva estas viñas de la misma manera que lo hizo su bisabuelo. Debido a la gran pendiente y la distancia entre cepas, el viticultor se encuentra obligado en estos cerros a arar con mulos. De todas maneras, a Antonio le gusta el modo natural y todos sus vinos “están libres de químicos”.
Frente a estas raíces majestuosas, miré en la distancia hacia el este. Detrás de estos cerros, a pocos kilómetros, se encontraba el cortijo de mis abuelos. Mi abuelo también hacía vino. Recuerdo un gran fudre de madera en su bodega que seguramente hoy no me parecería tan grande como el de mi memoria de niña. No recuerdo sus viñas, pero seguramente se parecían mucho a éstas. Instantáneamente me sentí reconectada con esta tierra a través de estas raíces infinitas. Mis raíces también se encuentran aquí.
Es ahora que he vuelto a Barcelona y teniendo estas viñas centenarias en mi mente que me he dado cuenta cuán desconectada me he sentido de esta tierra, de la tierra de mis padres y de mis abuelos. He necesitado migrar fuera del país y retornar para tener la claridad que he vivido ‘desenraizada’ en muchos sentidos por mucho tiempo.
Me siento muy agradecida por el momento maravilloso que tuve perdiéndome entre estas cepas fabulosas. Aún no sé el camino que seguiré dentro de este mundo del vino, pero he decidido explorar otras viñas viejas. Me gusta su resistencia, su constancia y su estrecha conexión con el suelo en el que viven. Eso, sin mencionar que me encanta el vino que se elabora a partir de ellas.
Busco repetir esta experiencia tantas veces como sea posible.
Ana Rivas, entre La Alpujarra y Barcelona.
Las fotos y los textos fueron realizados por Ana Rivas. Gracias por permitirnos compartir su hermosa historia sobre la bodega de Garcías de Verdevique cerca de Cásares.
Puedes comprar algunos de los vinos de Garcías de Verdevique en la tienda Sierra Nevada Outdoor, en Órgiva ver su web.
Si quieres visitar la bodega de Garcías de Verdevique te proponemos una estancia en uno de nuestros alquileres vacacionales en la Alpujarra
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